Abrir un claro – Roland Fischer y la Transformación de la Fotografía

 

Lyle Rexer

2011

La obra de Roland Fischer representa un claro abierto en el espacio de la fotografía.

La palabra “claro” (Lichtung en alemán) hace referencia tanto al lugar donde puede entrar la luz –un término que sirve como punto de partida para la reflexión al poeta Paul Celan y a Heidegger– como al acto de crear una abertura, conceptual o físicamente. Aquello sobre lo que Fischer arroja luz es la relación entre la fotografía y sus objetos, y el espacio que crea es un reino de apariencias independientes, en el que la disposición visual de la imagen adquiere precedencia respecto a su origen. Como espectadores, esto nos lleva a una nueva relación con las imágenes basadas en la realidad y con la representación en sí misma. Esa es la razón principal por la cual Fischer puede afirmar que, en esencia, no es un fotógrafo, sino que ha utilizado la fotografía para trascender la fotografía.

Me gustaría analizar el camino que lleva hacia ese claro antes de describir sus límites. Hoy en día se habla mucho sobre el dominio de la fotografía y sus epígonos –cine y vídeo– como modo de representación. De lo que se está hablando es del triunfo de la imaginería basada en la realidad, generada mecánicamente a través de un sistema óptico mediado por una lente. Ese sistema mantiene lo que podríamos llamar una conexión umbilical con el mundo, y ese vínculo ontológico, desde los inicios de la fotografía, ha dado lugar a una especie de caos en el debate y la comprensión del medio. Todos los familiares cismas discursivos estaban presentes desde el principio en la retórica del medio: el cisma entre la “ciencia” y el “arte” como impulsos originadores, entre “expresión” y “documento” o entre “artista” y “operador” en la práctica de hacer fotografías. Menos obvias eran las más hondas divisiones entre los aspectos conceptuales y somáticos del arte, que han generado una tensión más o menos constante.

Oculta quedaba sobre todo –porque el deseo de fotografía estaba tan extendido y su apariencia popular había sido tan repentina– la paradoja que se encuentra en el corazón de la fotografía. Era un modo de representación que no contaba con ningún código, ninguno más allá de la estructura y la coherencia mínima de lo real y, en consecuencia, según Roland Barthes, el medio no podía significar. Así pues, para transmitir significado tuvo que adoptar una serie de máscaras que, en la mayoría de los casos, fueron las convenciones de géneros familiares como el paisaje y el retrato. No obstante, esas máscaras nunca podían disfrazar por completo la absoluta contingencia del tema y su profunda independencia visual en una fotografía. La realidad como el “objeto encontrado” supremo. La esencia de las fotografías era ver e interpretar y había una incongruencia fundamental entre esas dos acciones. Los fotógrafos contemporáneos son conscientes de esa incongruencia y la han abordado de formas muy diversas que van mucho más allá de la idea de la simple indeterminación o la referencia ambigua.

Fischer hereda esa situación y comienza a trabajar con una conciencia de su dimensión que sobrepasa con mucho la de sus contemporáneos. Podemos afirmar, independientemente de cómo se caracteriza Fischer a sí mismo, que participa en un examen inquisitivo de la fotografía que, en la actualidad, abarca todos los aspectos del medio, incluyendo sus condiciones materiales, su papel estructural en la economía de las imágenes, su ontología, incluso su clara legibilidad. Debido a la naturaleza serial de algunos de sus proyectos y al nivel de abstracción que alcanza en muchas de sus fotografías, varios críticos han querido incluirlo en el grupo de los artistas de Düsseldorf, pero veremos que Fischer plantea preguntas distintas y que, en una serie de ámbitos, alcanza conclusiones mucho más impactantes sobre la capacidad de la fotografía para representar el mundo.

Desearía empezar el análisis con el primer grupo de fotografías que llamaron mi atención, la serie de fachadas de edificios. En la actualidad somos plenamente conscientes de la obsesión de la fotografía con el entorno construido. En los casos paradigmáticos de Thomas Struth y Stephen Shore, la preocupación gira en torno a la intersección del punto de vista y la historia. En su visión al respecto, la precisa posición de la cámara (y del observador) se corresponden con un punto de entrada en la historia, en su densidad informativa y sus límites interpretativos. Fischer adopta una táctica diametralmente opuesta. Es muy consciente de que, a estas alturas del juego, las estructuras que fotografía, en especial las corporativas, son superficies cuyos patrones abstractos reflejan las altamente abstractas estructuras técnicas del capital que albergan (u ocultan). Sin embargo, no se trata de imágenes principalmente políticas o históricas, como pensé en un principio. Aplicando una estrategia común en los fotógrafos estadounidenses de los años cincuenta, Fischer ha descontextualizado esas fachadas de forma deliberada, eliminando cualquier sensación de escala y, donde lo considera oportuno, alterando la perspectiva para desplazar la imagen del punto de vista de un observador (de una cámara). No sabemos siquiera si los repetitivos fragmentos representan una pequeña esquina, o la fachada o toda la estructura. Otro de los juegos con la escala que Fischer aplica es variar el tamaño de la imagen reproducida, lo cual puede tener el inquietante efecto de convertir incluso un detalle en una repetición aparentemente interminable y abrumadora.

Quizá lo más importante, como resultado de esa desestabilización, es que las fotografías empiezan a perder su cualidad fotográfica, es decir, parecen no referirse a nada en absoluto, sino representar un patrón generado por la ocasión particular de la obra. Así, nos enfrentamos a una situación peculiar en la que sabemos que estamos mirando una representación pero quizá no un signo; es decir, que aquello que completaría la relación entre significante y significado, de repente, se ha perdido. La imagen fotográfica se ha liberado, su cordón umbilical con la realidad anterior ha quedado cortado. Los fotógrafos estadounidenses de los años cincuenta solo llegaron a flirtear con ese tipo de ambigüedad radical con el fin de espiritualizar las imágenes y abrirlas a una gama más amplia de asociaciones. Era crucial que permanecieran anclados en una situación real con el fin de mantener un vínculo entre el reino psíquico y el natural. Para Fischer, una mediación así no es necesaria, ni siquiera legítima, para las fotografías. Fischer no parece creer que la abstracción sea el “camino real” hacia la trascendencia, excepto hacia la trascendencia de lo momentáneo. El objetivo es cortar la dependencia de la imagen respecto a la historia (y nuestra tendencia a mirar a través de la fotografía) para obligarnos así a regresar a la superficie, a los objetos únicos que la fotografía puede producir, objetos que, mostrando algo, se muestran a sí mismos.

Es paradójico hablar sobre fotografías como objetos independientes y representaciones a la vez, pero este discurso fracturado tiene la virtud de alejarnos de las expectativas convencionales (y rara vez satisfechas) de la verdad fotográfica y hacer que seamos más conscientes de las funciones estética y de significación de las fotografías. Como los primeros fotógrafos, que trabajaron antes de que la experiencia fotográfica fuera codificada, antes de que nadie supiera cómo se suponía que debían ser las fotografías, en estas obras podemos tocar algo esencial sobre el placer fotográfico.

La introducción del placer como idea y objetivo nos lleva a reflexionar sobre los retratos de las piscinas de Fischer. La primera vez que los vi estaban expuestos junto con las fachadas y la combinación me desconcertó. No era la primera vez que se equiparaban los retratos y los paisajes de estructuras. En un cierto momento de los años noventa, Struth y Thomas Ruff estaban haciendo combinaciones prácticamente idénticas con esos dos tipos de imágenes. Ahora bien, el camino de Fischer es, de nuevo, más agresivo. No recurre a un formato antropológico, con su rígida frontalidad, sino que descontextualiza a sus modelos sumergiéndolos en agua hasta la línea de los bustos clásicos. Sus ángulos varían, de forma casi intuitiva, pero los fotografiados oscilan entre lo particular y lo general, los tipos y los individuos.

Hasta cierto punto, nos encontramos en un territorio familiar, en el que se adentró por primera vez August Sander con su tentativa de realizar una tipología social de la época de la República de Weimar, pero solo hasta cierto punto. En realidad, Sander se regodeó en las particularidades de su pueblo, así como en su arraigado vínculo histórico (que evidenciaban sus trajes y escenarios) a pesar de aferrarse a la idea de su inherente tipismo. En mi opinión, Fischer desea brindar a sus modelos una especie de nuevo nacimiento visual, una libertad sin precedentes (de ahí la imaginería acuática). Busca despojarlos de cualquier tipo de asociación, en especial de la noción de que tienen vidas e identidades previas a su aparición en sus fotografías. Una vez más, es como si el caso fotográfico diera a luz a esos modelos, a los que contemplamos en su novedad virgen. Sus identidades, papeles, situaciones, máscaras (para hacer otra referencia a Barthes) –su “verdad”– no vienen al caso. Existen como imágenes, para ser contemplados sin prejuicios e incluso, creo, sin asociaciones. Una vez más, Fischer crea una situación única en la que el referente de la fotografía desaparece en la imagen y nos mantiene en la superficie de la imagen, sin poder ir a ningún otro lugar ni ningún deseo de ir a otra parte.

Ese fue el tirón que experimenté cuando vi por primera vez esas fotografías: me sentí atraído hacia ellas y hacia nada y nadie más nin ningún otro lugar. Recuerdo también haberme sentido muy perturbado por ello porque era algo muy superficial, y provocó en mí algo semejante a un deseo casi puro o abstracto. Los retratos en las piscinas son fotografías deliberadamente eróticas que no hacen referencia a ninguna parte del cuerpo excepto a la cara. Su erotismo está en el rostro y la superficie sin experiencia anterior, sin pasado ni futuro. Completamente desprovistas de culpa, son imágenes creadas simplemente para ser deseadas, no son ni siquiera cuerpos, sino la experiencia incorpórea del placer en sí. En la serie, la experiencia se repite una y otra vez, con ligeras variantes, sin dar más ni menos que la primera experiencia, manteniéndonos en el mismo momento, en la misma promesa.

Es especialmente destacable que Roland Fischer haya logrado formular un enfoque tan etéreo respecto a un medio que siempre ha sido concreto y cómo lo ha hecho a través de su especificidad. Quizá, como seres humanos, hayamos alcanzado el punto en el que podamos hacer algo mucho más difícil con las imágenes que utilizarlas para disfrutar del mundo: disfrutarlas por sí mismas y en sí mismas.

 

Lyle Rexer is a writer and curator based in New York

http://lylerexer.com/art/art.php

 

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